Estambu,- Los jóvenes acampados en el parque aledaño a
la simbólica Plaza Taksim de Estambul han logrado un oasis de libertad
ajeno a las imposiciones de un Gobierno al que acusan de inmiscuirse en
la vida privada con leyes inspiradas en el islám.
El parque Gezi, donde acampan los activistas y dónde comenzaron las protestas por los planes de demolición de esa zona verde, ofrece una imagen de la vibrante vitalidad de una sociedad que se siente asfixiada por el paternalismo poco dialogante del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan.
En esa zona "liberada" a la que no entra la policía desde hace más de una semana convive en paz un microcosmos cuyo principal nexo es su oposición a Erdogan.
Allí pasan los días y duermen en tiendas de campaña nacionalistas laicos, activistas kurdos, diversos grupúsculos izquierdistas, feministas, activistas a favor de los derechos de los homosexuales, ecologistas, hinchas de fútbol, miembros de minorías étnicas, como la armenia, o religiosas, como la aleví, entre muchos otros. La convivencia pacífica en Gezi es un símbolo de cómo sería esa otra Turquía: un país abierto y plural en el que cada uno viva su diversidad sin imponerla a los demás.
"Los nuevos jóvenes turcos no quieren que se les obligue a someterse a una conducta definida oficialmente como 'adecuada'. Ellos creen en la diversidad y la aceptación de las diferencias", escribe el columnista Dogu Ergil en el diario conservador "Zaman".
Los activistas, en su mayoría jóvenes, han organizado una biblioteca, un ambulatorio, un cine, una radio, una cocina popular y talleres de yoga y de actividades infantiles, entre muchos otros.
Y allí donde se pretendía crear un centro comercial tras demoler un parque, ellos plantan arboles y reparten comida y bebida de forma gratuita.
Todo se ha organizado gracias a las redes sociales, especialmente Twitter. Una de las pintadas en el parque define el papel de internet: "La revolución no será televisada, será twitteada". Los pasillos entre las franjas de césped, ahora convertidos en calles de un campamento, han empezado a ser bautizadas con los nombres de intelectuales y figuras políticas perseguidos por sus ideas políticas.
Una de esas calles se llama Hrant Dink, en honor del periodista turco-armenio asesinado por un ultranacionalista en 2007. Erdogan, que ha ganado tres elecciones desde 2002, y es conocido por su fuerte carácter, ha calificado a los manifestantes de "saqueadores", "vándalos", "extremistas", e incluso de "anarquistas y terroristas".
Los manifestantes, por su parte, consideran que el Gobierno invade el espacio privado al limitar el consumo de alcohol, el aborto en la sanidad pública y pedir a las mujeres que tengan al menos tres hijos.
Y temen que sus políticas busquen crear una mayoría sociológica proislámica que socave la república laica que emergió tras el colapso del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial. Pero sienten que expresar abiertamente su opción de vida, poco o nada religiosa, es capaz de dar ejemplo y frenar la oleada de conservadurismo.
"Lo que diga o haga Erdogan ya no importa. Lo que importa es lo que nosotros hemos conseguido hacer hasta ahora", asegura una activista que ha participado en las protestas desde el primer día.
Este espíritu de rebelión, más enfocada hacia un cambio de la sociedad que hacia una revisión del sistema político, aleja a las masas de Taksim de las de Tahrir en El Cairo, aunque hay referencias a ella en la plaza, y la asemeja más a las del Mayo 68 de París.
El argumento principal de este levantamiento cívico es la búsqueda de más libertad. Más libertades cívicas, pero también de costumbres. "Libertad para ir cogidos de la mano, para besarnos por las calles", explica uno de ellos.
El mensaje es claro: la otra Turquía no se resigna y quiere un cambio, ya sea con permiso del primer ministro o sin él. EFE
El parque Gezi, donde acampan los activistas y dónde comenzaron las protestas por los planes de demolición de esa zona verde, ofrece una imagen de la vibrante vitalidad de una sociedad que se siente asfixiada por el paternalismo poco dialogante del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan.
En esa zona "liberada" a la que no entra la policía desde hace más de una semana convive en paz un microcosmos cuyo principal nexo es su oposición a Erdogan.
Allí pasan los días y duermen en tiendas de campaña nacionalistas laicos, activistas kurdos, diversos grupúsculos izquierdistas, feministas, activistas a favor de los derechos de los homosexuales, ecologistas, hinchas de fútbol, miembros de minorías étnicas, como la armenia, o religiosas, como la aleví, entre muchos otros. La convivencia pacífica en Gezi es un símbolo de cómo sería esa otra Turquía: un país abierto y plural en el que cada uno viva su diversidad sin imponerla a los demás.
"Los nuevos jóvenes turcos no quieren que se les obligue a someterse a una conducta definida oficialmente como 'adecuada'. Ellos creen en la diversidad y la aceptación de las diferencias", escribe el columnista Dogu Ergil en el diario conservador "Zaman".
Los activistas, en su mayoría jóvenes, han organizado una biblioteca, un ambulatorio, un cine, una radio, una cocina popular y talleres de yoga y de actividades infantiles, entre muchos otros.
Y allí donde se pretendía crear un centro comercial tras demoler un parque, ellos plantan arboles y reparten comida y bebida de forma gratuita.
Todo se ha organizado gracias a las redes sociales, especialmente Twitter. Una de las pintadas en el parque define el papel de internet: "La revolución no será televisada, será twitteada". Los pasillos entre las franjas de césped, ahora convertidos en calles de un campamento, han empezado a ser bautizadas con los nombres de intelectuales y figuras políticas perseguidos por sus ideas políticas.
Una de esas calles se llama Hrant Dink, en honor del periodista turco-armenio asesinado por un ultranacionalista en 2007. Erdogan, que ha ganado tres elecciones desde 2002, y es conocido por su fuerte carácter, ha calificado a los manifestantes de "saqueadores", "vándalos", "extremistas", e incluso de "anarquistas y terroristas".
Los manifestantes, por su parte, consideran que el Gobierno invade el espacio privado al limitar el consumo de alcohol, el aborto en la sanidad pública y pedir a las mujeres que tengan al menos tres hijos.
Y temen que sus políticas busquen crear una mayoría sociológica proislámica que socave la república laica que emergió tras el colapso del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial. Pero sienten que expresar abiertamente su opción de vida, poco o nada religiosa, es capaz de dar ejemplo y frenar la oleada de conservadurismo.
"Lo que diga o haga Erdogan ya no importa. Lo que importa es lo que nosotros hemos conseguido hacer hasta ahora", asegura una activista que ha participado en las protestas desde el primer día.
Este espíritu de rebelión, más enfocada hacia un cambio de la sociedad que hacia una revisión del sistema político, aleja a las masas de Taksim de las de Tahrir en El Cairo, aunque hay referencias a ella en la plaza, y la asemeja más a las del Mayo 68 de París.
El argumento principal de este levantamiento cívico es la búsqueda de más libertad. Más libertades cívicas, pero también de costumbres. "Libertad para ir cogidos de la mano, para besarnos por las calles", explica uno de ellos.
El mensaje es claro: la otra Turquía no se resigna y quiere un cambio, ya sea con permiso del primer ministro o sin él. EFE
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