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jueves, 7 de junio de 2012

“El día que el buey habló”


El silencio es el sol de las mañanas cuando las ramas inmóviles murmuran secretos en los días sagrados. El bullicio de la gente  no rompe la muda voz de la naturaleza, decidida a callar.

“Las faenas descansan, el jueves corpus se respeta”, decía doña Nana, la catequista que le enseñó la salve y el credo a medio pueblo. Reconocida por sus sentidos rezos para enterrar a los muertos, con ajetreo organiza largas filas de niños de ojitos vivaces que esperan su primera comunión como pichones hambrientos.

Las cinco hijas de Negrín Cabral eran solteras, como joyas codiciadas por hombres nativos de la zona, su belleza se convirtió en leyenda por los relatos exagerados de los viajantes de Santiago. Cada una con nombre de vírgenes: Inmaculada, Guadalupe, Carmen, Fátima y Altagracia. Sentadas en primera fila en la iglesia, porte correcto y cuello alto inspiran ser veneradas. Solo para Román no existían.

El ron trasnochado es el aroma del juego de domino que comenzó temprano en la casa de Lorenzo “el mocho”. Vizcaíno el carnicero siempre discutiendo por las malas jugadas de su compadre. Las mujeres, rosario en mano, caminan de prisa. Algunas van retrasadas llevando largas velas para sus hijos, quienes comulgarán por primera vez. Los hombres saludan y siguen en su jueves de ron, domino y cuentos. Como siempre, Román no llega, pocas veces acepta invitaciones.

Era un hombre huraño, a sus cincuenta y tantos no se le conocía mujer. Vivía con su madre, la viuda Chencha, quien hacía las hostias de la iglesia desde que Emilio Reyes tenía su primera pulpería. Sólo le interesaba la tierra, su ganado y los gallos que celosamente cuidaba. El señor García fue su maestro durante catorce años, nunca aprendió a leer, ni a escribir. Lo que nadie podía entender era su poca fe, viniendo de una familia creyente y devota. Chencha soñaba con un hijo cura o sacristán, Román nunca pisó la iglesia.

El jueves Corpus se respetaba, “el día que el buey habló” se contaban las mismas historias. Todos descansaban de sus tareas, menos Román. Alguna vez dijo que si le hablaba un buey o un gallo sería feliz, conocería la voz de sus mejores amigos.

Al caer la noche la viuda Chencha salió a preguntar por su hijo, la anciana apenas podía caminar. No había ido a tomarse el café de la una, ni el haitiano Tilo recogió la comida. Salieron varios hombres a buscarlo y regresaron con malas noticias.

El haitianito fue testigo. Petrificado y con la voz anudada sólo llego a decir: “El buey le habló, el buey le habló”, mientras lloraba sobre el cadáver de su amo.
Escrito por Handry Santana; Listín diario

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