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martes, 12 de junio de 2012

La niña que ríe


Se le acusa de haber matado a su bisabuela a cuchillazos. Se le acusa de haberlo hecho por 148 monedas. A Daryelin, de 17 años,  se le acusa de muchas cosas, pero ella, lejana, ausente, digiere la gravedad de su situación como si tuviera 9 años. Dice que no quiere hablar de lo ocurrido “porque es muy triste”. Y suelta una risa, una risa nerviosa y a pito de nada, que marca el sello de su retraso mental.
 * Los nombres de la víctima y sus familiares han sido cambiados para proteger la identidad de la menor.

21 de marzo 2012. Una anciana de 93 años ha sido asesinada en su hogar en un barrio pobre de Santiago, y se presume que la bisnieta es la culpable. Las versiones digitales de los medios de comunicación titulan con la noticia y en pocos minutos, afloran los comentarios: algunos exigen la pena de muerte, otros le desean un fin tortuoso a la muchacha, y los más amables la califican de “monstruo”.
Nadie pregunta por qué. Nadie pregunta por las circunstancias de vida de la adolescente, ni por sus condiciones psicológicas. Tal vez, si lo hicieran, sabrían que la chica sufre un retraso mental moderado, y que sus padres nunca se ocuparon de ella. 
Tal vez, si lo supieran, preguntarían qué dice la ley para casos como el de ella. Y tal vez, entonces, se enterarían de que el Código de Menores ha omitido completamente a los adolescentes en esas condiciones. 
 
***

9 de abril 2012. No han pasado cinco minutos desde el inicio de la entrevista y, sin pregunta mediante, Daryelin –17 años, un metro sesenta, sobrepeso, pelo ralo y casposo- cuenta que se ha casado seis veces. “Con diferentes hombres, por dinero. Yo nunca sentí amor por un hombre. La primera vez tenía 12 años. Él tenía treinta. Estuve dos meses con él y lo dejé, porque no iba a aguantar golpes de él… me golpeaba mucho y me decía de todo”.  
Veinte minutos más tarde, se corrige: “Mi primer marido tenía 18 años. El segundo era que tenía treinta”. Suelta una risa. Su relato no es fácil de seguir. No hay continuidad temporal ni coherencia entre una frase y otra. Sobre dos puntos, sin embargo, vuelve una y otra vez: los cuartos (dinero), y su madre.  
Los primeros, repite, repite y repite, son el centro de su existencia: “No quería estar con hombres, era por los cuartos. Yo quería los cuartos. Es el dinero lo que me interesa”. Sobre su madre, habla con voz temblante de ira: “La mamá mía que me parió me abandonó de chiquita, desde que yo nací. Ella fue mala, malísima”.  
Y, cuando termina su descargo, vuelve a hablar de hombres. De todos esos hombres que pasaron por su cuerpo. “Eran tantos que yo no sé. Les pedía 300, 500 pesos, mil y pico. Se me metió en la cabeza que había que hacer eso: cuando uno hace las cosas tiene que pedir dinero. No me iba a ensuciar las nalgas así gratis, no”. Entonces vuelve a reír. Esta vez, con orgullo.

***
Socorro tenía 15 años cuando dio a luz a Daryelin. Paz, la abuela de la muchacha, decidió tomar las riendas del asunto: operó a Socorro para que no volviera a embarazarse, y se hizo cargo de su nieta. Daryelin entonces no supo más de su madre hasta que un día, cuando la niña tenía alrededor de once años, llegó a buscarla.
En medio de forcejeos y golpes, Socorro se la llevó. Empezaron entonces un peregrinaje por San Francisco de Macorís, La Vega, Puerto Plata. La mujer en ocasiones dejaba a su hija en hogares de familiares o conocidos. De escuela, ni hablar: la niña había dejado de asistir a clases en segundo básico. Ni siquiera había aprendido a leer. 
Los primeros “esposos” de Daryelin aparecen en esta parte del relato, pero el contexto es confuso. Solo queda claro que la muchacha, pasados un par de años, se comunicó con su padre que trabajaba de albañil en Samaná. 
—Ella me llamó para que la fuera a buscar. Una amiga mía me dijo que la llevara para su casa, porque yo no podía llevarla a Samaná, estaba solo y no me había casado –cuenta el hombre, exasperado. Tiene los músculos de la cara rígidos y se le ve molesto. Ha tenido que viajar hasta Santiago para declarar en la audiencia de Daryelin-. La dejé ahí, y después la niña se casó. Tenía unos 14 años. Cuando se separó, duró un tiempo con la abuela Paz y después se fue a vivir con mi padre. 
Ese hombre, el abuelo Jorge, es el único que habla de Daryelin con amor. En la pequeña casa que se levanta modesta a dos cuadras de la tragedia, reflexiona:
—Yo la quiero mucho a esa muchacha, yo la adoro, la amo mucho, mucho. Nunca pensé que ella haría cosas mal hechas –explica con los ojos húmedos-. Hace tiempo que ella no está bien de la mente. Se encojonaba conmigo por cualquier cosita, y si no le metía conversación ella no hablaba. Pensé llevarla a un medico, para ver cómo se reía esa risa de loco, pero no pude. 
La madre y la abuela de la muchacha no pudieron ser contactadas: ahora viven en Estados Unidos, y nadie sabe cómo localizarlas.  
Escrito por MARIANA RAMÍREZ MAC-LEAN / FOTOS MARVIN DEL CID

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